Acerca de

Taller de escritura para estudiantes de derecho:

una experiencia docente en la UCA

(Publicado en Consonancias, número 33, septiembre de 2010)

Por Santiago Legarre

I. El modelo puro (2008)

Por “puro” en la expresión “modelo puro” significaré privado de elementos que no tengan que ver estrictamente con la escritura. El modelo puro se llama apropiadamente, por tanto, “Taller de escritura”. Tiene dos partes: la primera se desarrolla en el aula; la segunda en la oficina del profesor.
En el aula, 12 estudiantes de Derecho se reunieron en el segundo cuatrimestre de 2008 junto con su profesor los viernes por la tarde durante una hora y media. (En versiones sucesivas del Taller, el número de estudiantes fue creciendo, hasta estabilizarse en 20.) En estas reuniones o clases el funcionamiento era parecido al de un taller mecánico. La analogía que les planteaba era: “Así como cuando uno tiene su auto roto o en mal estado, lo lleva al taller mecánico para que se lo arreglen, así ustedes traen a este Taller de Escritura su escritura, para que intentemos entre todos los que trabajamos en el Taller arreglarla, mejorarla o potenciarla”.
Esta analogía tiene un presupuesto y una puesta en marcha. El presupuesto es el conocimiento de las reglas básicas de la Ortografía y la Gramática castellanas. Para aprenderlas (o reforzarlas o recordarlas) se pidió a los participantes que consiguieran una copia de la Ortografía de la Lengua Española (segunda edición, 1999). Para cada clase debían leer el tema o sección de la Ortografíaque se les señalaba; debían traer su ejemplar a cada clase; y cualquiera de los presentes podía ser designado al azar para liderar una clase dada. Por ejemplo: “Gastón, ¿qué te llamó la atención en el capítulo de la Ortografía sobre acentuación?”. Y luego se hacía rodar la pelota y otros iban siendo interrogados, y todos iban participando. El profesor intercalaba algunos comentarios teóricos y, sobre todo, comentaba él también qué cosas le habían llamado la atención, subrayando las que previsoramente y en retrospectiva sospechaba que podían ser de mayor utilidad para los estudiantes.

Con este presupuesto, en el aula funcionaba simultáneamente otra actividad: la puesta a punto del motor necesitado de reparación. Los estudiantes venían a clase munidos de un pen drive con algún documento suyo: un escrito cualquiera, de su autoría, para ser “editado”, públicamente, en el Taller. “Editar” es un verbo problemático pero, luego de alguna cavilación, lo he adoptado para designar la actividad que realizamos en el Taller y que describiré a continuación y, más adelante, cuando me refiera a las tutorías. El verbo —y el sustantivo derivado: “edición”— hace referencia aquí a la corrección de un texto, que va desde los errores materiales hasta el estilo, pasando por la ortografía y la gramática.
Pues bien, una vez que algún voluntario se acercó a la computadora y conectó su documento, este se proyecta a todos mediante cañón y pantalla gigante. Entonces, el voluntario se queda delante junto al teclado mientras un párrafo elegido al azar, debidamente aumentado con zoom, comienza a ser editado por todos. Típicamente dirá el profesor: “A ver, ¿alguien encuentra algún error en este párrafo?”. Si hay silencio —lo que ocurre en las primeras clases, hasta que los estudiantes ven el sentido de corregirse los unos a los otros—, el profesor señala algún error, si lo hay. Luego pregunta: “Bien, concluimos con posibles errores. ¿Alguno encuentra algo que, sin ser un error, podría mejorarse? ¿Algo poco claro, poco conciso, poco elegante…?”. Nuevamente, mismo procedimiento: primero responden los participantes del Taller y, en subsidio (o corrigiendo las correcciones, si hace falta), el profesor.
Sea que un estudiante edite, o que lo haga el profesor, la persona en cuestión se levanta, se acerca al teclado e introduce la corrección, usando la herramienta del Procesador de Textos denominada “control de cambios” o “modo de revisión”. Esta herramienta es de gran utilidad, pues los cambios aparecen a la vista en rojo y, además, activan un sistema mediante el cual luego es muy fácil rastrear esos cambios en el documento.
A los estudiantes les fascina acercarse a la computadora y escribir cosas que van apareciendo en la pantalla, ante los ojos de todos. El sistema también permite al profesor observar mejor si el cambio propuesto constituye una verdadera contribución o, en realidad, un nuevo error; puesto que recién cuando una idea se plasma por escrito se pueden advertir cabalmente sus dimensiones reales, dicho esto “en toda la extensión de la palabra”, por tomar prestada la célebre expresión de la célebre doña Lupe de Los Pavos, de Benito Pérez Galdós.
Al terminar este verdadero juego —en el sentido de que es algo real, pero también divertido— llamado “edición”, el estudiante voluntario retira su pen drive, con su documento alterado y enrojado, y vuelve a su asiento. Y luego pasa otro; y otro. Y así concluye la parte de aula en el modelo puro del Taller.
Pasemos ahora a la segunda parte del Taller, la que tiene lugar en la oficina del profesor. Y este es el momento para explicar, antes de entrar a esa oficina, una premisa fundamental de este Taller:
Se escribe lo que se lee; se aprende a escribir leyendo a los que escriben bien; la escritura es un proceso de imitación inconsciente (y a veces, en etapas avanzadas, consciente); la lectura es un proceso de “imprintación” de formas gráficas en la memoria. Por tanto, dadle a leer a alguien algo bello y proporcionado, y esa persona comenzará a escribir con lindura y claridad (tarde o temprano, y con un poco de fortuna: el método es defectible).
Esta premisa requiere inexorablemente una definición: ¿qué darles a leer a estos estudiantes de cuarto y quinto año de Derecho de comienzos del siglo XXI? Por descartes sucesivos llegué a una respuesta relativamente simple, pero bastante sorprendente para el común de los mortales (argentinos). Los descartes fueron los siguientes: i) No debo dar traducciones, aunque lo sean de historias atrapantes, pues mi finalidad no es atrapar sino que aprendan a escribir bien; y las traducciones —salvo excepciones contadas— no sirven para eso; ii) No debo dar literatura chatarra “de la buena”, que tiene la innegable virtud de ser apasionante pero que, generalmente, está mal escrita; iii) No debo dar clásicos demasiado alejados en el tiempo pues, incluso cuando son una delicia (ej: Siglo de Oro Español), usan un vocabulario demasiado extraño para nuestros días: les queda arcaico a los estudiantes; iv) No debo dar contemporáneos valiosos pero sofisticados (ej: Cortázar, Marías), pues su escritura es demasiado complicada para la mayoría de estos chicos: le queda grande al Taller.
¿Qué me queda? Obviamente, me queda mucho, y mucho que ignoro. Pero uno recurre a lo que conoce, a lo que recuerda, a lo que experimentó, a lo que tiene a mano, a lo que ve en su propia biblioteca, en su cuarto. Uno recurre, principalmente, a lo que cree que le funcionó a uno mismo. Es un axioma elemental, inevitable, acaso acertado en las cosas humanas de funcionamiento. Recurrí, entonces, a algunos autores que había leído, por recomendación de maestros sabios, y que habían tenido una repercusión positiva en mi escritura, según esos maestros.
Se trata de cinco novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XIX: Alarcón, Clarín, Galdós, Pereda y Valera. Bastante podría decir de estos escritores; de cómo casi todos se conocían entre sí y se apreciaban; de cómo integran una “generación”; de que forman parte del movimiento realista (unos más, otros menos); de la influencia de otros autores, no hispanos, en ellos; de aquello en que se parecen (mucho) y aquello en que se distinguen (mucho). Pero diré solamente esto: que todos se parecen mucho en su escritura: escriben maravillosamente, con una prosa elegante, ejemplar, diáfana, simple: una prosa que no tiene ni el arcaísmo que me llevó a descartar a otros más arcaicos —a pesar de lo cual mis estudiantes no entienden algunos de sus términos decimonónicos, y tienen que recurrir al diccionario (y yo también)— ni tiene tampoco la complejidad que me llevó a descartar a otros más sofisticados, contemporáneos —a  pesar de lo cual la prosa de Alarcón y compañía, y en especial su puntuación, es suficientemente sofisticada como para dejar sin aliento a un consumidor de literatura chatarra—.
Me meto de lleno, ahora sí, en la segunda parte del Taller. Los estudiantes deben leer una novela por mes, de alguno de estos autores. Para cada mes, se les da a elegir entre dos novelas, y cada uno escoge la que prefiere. También se les da una consigna, sobre cuya base deben escribir un ensayo de entre tres y cinco páginas. Todas las consignas empiezan igual: “Sobre la base de la novela tal…” o “A partir de la novela cual…”. Pondré ahora un ejemplo de la primera consigna que usé: “Sobre la base de la lectura de La Puchera, de José María de Pereda, argumente en torno de la siguiente afirmación: ‘La historia de Inés demuestra que en la educación importa más la pasta del educado que la calidad del educador’”.
Este tipo de consignas las aprendí en Oxford, donde los exámenes suelen consistir en alguna afirmación polémica seguida de la instrucción “Discuss” —la cual, por cierto, no quiere decir “discutir” sino “elaborar”, “argumentar” (a favor y en contra), “juzgar los méritos”—.
Los estudiantes están distribuidos en grupos de tres para las tutorías, que ocurren dentro de la oficina. Cuando a un estudiante le toca el turno de la tutoría mensual, junto con su grupo, debe concurrir munido de cuatro copias de su ensayo: una para el profesor-tutor y una para cada uno de los miembros de su grupo, incluido él mismo.
En la tutoría, uno de los estudiantes —que se ofrece como voluntario o que es escogido por el tutor, en ausencia de voluntario— lee en voz alta su ensayo, de punta a punta. Diré, como digresión que me llevaría a un asunto afín, pero distinto, que los estudiantes aprenden mucho leyendo en voz alta. En casos caen en la cuenta por primera vez de lo mal que lo hacen: se traban, leen cosas distintas de lo que dice su propio texto, se ponen nerviosos. No están acostumbrados a hacerlo —acaso lo hicieron en el colegio y ya no más—, a pesar de que muchos deberán hacerlo en el futuro de necesidad. Por eso, el profesor puede aprovechar este momento para hacerle al estudiante algunas observaciones acerca de su modo de leer. Mi observación más reiterada es: “¡Más lento, por favor, y en un tono más alto de voz!” —dos cosas que ellos suelen considerar incompatibles—.
Esta versión del ensayo que el estudiante leyó en voz alta de punta a punta la llamamos “v1”: primera versión. Durante la lectura, sus compañeros de grupo se dedicaron a tratar de encontrar en el texto la mayor cantidad posible de errores, y de cosas que se puedan mejorar; y marcan esos errores y sugerencias en el papel. (Así los instruyó antes el tutor.) El tutor va haciendo otro tanto. Con estos aportes, sumados a los que los compañeros de grupo y el propio tutor hacen oralmente, una vez concluida la lectura, el autor del ensayo leído elaborará una segunda versión (v2) y se la enviará por correo electrónico al tutor. Este le introducirá, si falta hiciera (y casi siempre hace falta, porque cuando uno corrige suele introducir nuevos errores), nuevas correcciones o sugerencias, con el uso de la herramienta “control de cambios” o “modo de revisión”; y le reenviará esta tercera versión del ensayo (v3) al autor, quien elaborará una última versión (v4). Luego la enviará al tutor, y así concluye este proceso de ida y vuelta. Aunque a veces, no huelga decirlo, el proceso ha concluido con la publicación del trabajo en alguna revista.

II. El modelo puro con ayudantes (2009)

Cuando a fines de 2008 concluí mi primer Taller de Escritura, caí en la cuenta de tres cosas. Primero, que las tutorías (con la lectura y escritura previa que suponen) eran lo más rico del Taller. Segundo, que en las tutorías perdía demasiado tiempo reparando minucias; lo digo sin menospreciarlas en modo alguno; solo para señalar que la dedicación a las minucias me impedía enfocarme en otros aspectos más interesantes de los ensayos, por aquello que me enseñó mi maestro de Oxford, John Finnis: “If I get distracted by the small picture, I can’t focus on the big picture”. Tercero, que en la primera horneada —los participantes del primer Taller— tenía una cantera de la cual podía, eventualmente, extraer ayudantes que me dieran una mano con las minucias, de modo que los ensayos fueran pulidos antes de llegar a la tutoría conmigo.
Les propuse entonces a cuatro de esa partida inicial, colaborar conmigo: Santiago González, Nicole Jaureguiberry, Justa Roca y Gastón Vilela. Los cuatro eran estudiantes de quinto año de Derecho en la UCA; y, por fortuna, a los cuatro ya los había tenido de alumnos en otra materia en tercer año (2007), antes de reencontrarlos en el primer Taller (2008): esta circunstancia facilitó enormemente el trabajo conjunto. Les estoy muy agradecido y aprovecho esta ocasión para dejarlo estampado.
Cada ayudante-tutor estaría a cargo de un grupo de tres o cuatro estudiantes. En este Segundo Taller, funcionamos de una manera que luego cambió: algunas novelas y ensayos cada grupo los veía solamente con su ayudante-tutor; y otros solamente con el profesor-tutor. Esta manera de funcionar tuvo sus frutos: los ayudantes aprendieron harto y tuvieron responsabilidades; a los estudiantes les divertía reunirse para la tutoría con sus ayudantes, tutoría que tenía lugar en uno de los bares de la UCA. Sin embargo, al concluir este Segundo Taller, los ayudantes me propusieron, para el siguiente Taller, una modalidad distinta de funcionamiento, que probó ser muy superior.
De consiguiente, en el Tercer Taller el modus operandi fue el siguiente: cada grupo de estudiantes tenía dos tutorías por cada novela/ensayo: la primera, con su ayudante-tutor; la segunda —sobre el mismo libro y ensayo— con el profesor-tutor. Veamos un ejemplo.
Para la novela Pepita Jiménez, de Juan Valera, cada grupo tenía una primera tutoría con su ayudante. Ese viernes, todos los grupos sesionaban, simultáneamente y por separado, en el bar. Yo me paseaba un rato por cada uno de los grupos, con la finalidad de tomarles el pulso a los estudiantes, y también de observar cómo se desempeñaban los ayudantes, para poder hacerles al final del curso lo que ellos llaman una “devolución” y en inglés se denomina “feedback”.
En esa sesión inicial cada estudiante leía su v1 al ayudante-tutor. Luego en casa, elaboraba una v2 con las observaciones de aquel y de sus compañeros de grupo; esa v2 la enviaba a continuación al ayudante, quien la revisaba con control de cambios. Con estos cambios el estudiante fabricaba una v3.
Con esta v3 cada estudiante venía a su (segunda) tutoría, sobre ese mismo ensayo que había escrito a propósito de Pepita Jiménez, esta vez con el profesor-tutor. Mi experiencia al recibir la lectura de estas v3 fue excelente: los escritos de los estudiantes eran de una calidad muy superior a los de antes, pues venían “peinados” por los ayudantes. Esto me permitía concentrarme más en “the big picture”.

III. El modelo impuro: “Comme il faut” y formación docente (2010)

Ya en las últimas clases del primer Taller (2008) la escritura fue “contaminada” por algunos elementos ajenos a su pureza; aunque, metáforas aparte, estos elementos, constitutivos del modelo impuro, acarrearon el enriquecimiento del servicio ofrecido en el Taller.
Esos primeros elementos distintos los englobé con el correr del tiempo bajo la etiqueta “Comme il faut”. Cuenta Muriel Spark en su último libro, The Finishing School, que hay en Suiza (y en otras partes de esa parte de Europa) unos colegios donde los padres pueden enviar por un año a sus hijos antes de entrar a la Universidad con la finalidad de que sean pulidos, “terminados”: de ahí el nombre de estos colegios: finishing schools. Típicamente, en estos colegios tienen una materia (además de otras) en la que se les enseñan buenos modales: cómo usar los cubiertos, si abrocharse el último botón de la camisa, en qué momentos no usar una cámara de fotos, y un largo etcétera de cuestiones de etiqueta. Esta materia se llama, en ocasión, “Comme il faut”. “What is/ought to be done”, como se dice en inglés; o también “good manners”.
La expresión francesa no es ajena a nuestro uso castellano y más de una persona culta, sobre todo, si está entrada en años, entiende fácilmente qué significa que una determinada actitud de alguien no es comme il faut.
Lo enseñado en los colegios suizos aludidos —y parodiados— por Muriel Spark constituye lo que me gustaría llamar “el pequeño comme il faut”. Esta serie de enseñanzas de tipo formal son de una importancia práctica no menor para un estudiante universitario, sobre todo en estos tiempos que corren en que se encuentran devaluadas en muchas familias; y su importancia se potencia si se las actualiza con cuestiones como el uso adecuado del celular, del blackberry, de los sms, de FacebookTwitter, etcétera. Todas estas cosas incluye, en alguna medida, el modelo impuro del Taller de Escritura, y lo hace de una manera explícita a partir de la versión 2010.
Pero “el pequeño comme il faut” palidece en su importancia si se incursiona en otros capítulos de la vida social que pueden enseñarse —y así lo he hecho— bajo el rótulo de “el gran comme il faut”. Este incluye cuestiones más hondas como, por ejemplo, la gratitud, el perdón y la confiabilidad.
¿En qué consiste ser agradecido? Agradecimiento a quien te consiguió un trabajo; agradecimiento a tu buen profesor; agradecimiento a tus padres. ¿Cómo expresarlo? ¿Cuándo? ¿Regalos? ¿Cuáles?
¿Por qué pedir perdón? ¿En qué momento? ¿Por qué vía?: ¿Perdón por sms? (“Sorry, no llegaré”.) ¿Perdón por mail es lo mismo que por teléfono? ¿O en algunos casos hay que dar la cara?
¿Qué es ser leal? ¿Cuándo se puede decir que confían en mí, dentro del ámbito laboral? Quien me encomienda un asunto, ¿puede olvidarse y darlo por hecho? ¿Aviso luego de haber realizado un encargo?
Estas son algunas de las preguntas que tratamos, junto con sus respuestas, en el modelo impuro del Taller de Escritura, como parte del comme il faut grande.
Pero el Taller sufrió paulatinamente una segunda contaminación, que también fue promulgada oficialmente en 2010: la incorporación de elementos de formación docente. El punto de partida es que un buen número de los participantes del Taller algún día darán clase de algo. Es un punto de partida altamente probable y, además, plausible. Entonces, en esta parte del Taller se les ofrecen herramientas prácticas para encarar algunas situaciones que sin duda se les presentarán.
Por ejemplo: ¿Cómo debe vivir la puntualidad el profesor? ¿Qué debe hacer con la impuntualidad de los alumnos? ¿Debe acaso cerrar la puerta con llave por adentro cuando es la hora, como hace algún profesor…? ¿Cuál es el balance entre la eficacia y la cordialidad en la docencia? En lo referente a la preparación de las clases, ¿qué conviene hacer? ¿Cuánto tiempo dedicarle? ¿Cuándo? ¿Repetir temas…? Dar muchos temas, ¿es lo mismo que dar mucho? En lo que hace a la relación con los estudiantes, ¿cuánta confianza brindarles? ¿Tutearlos? ¿Dejar que tuteen al profesor? Y así…

IV. Conclusiones y balance

La incorporación paulatina y subrepticia de los elementos contaminantes y enriquecedores terminó así: actualmente el Taller tiene tres partes: una de lengua y otras dos. La de lengua comprende las tutorías (con el sistema de ayudantes) y un 50% del tiempo de clase en el aula. Otro 25% del tiempo de aula se lo lleva Comme il faut; y otro 25% “formación docente”. El balance provisorio de esta modalidad impura es positivo, y los estudiantes aprecian, aprovechan y algunos incluso disfrutan los dos elementos añadidos.
El balance general del Taller de Escritura —con independencia de sus dos modalidades— también es positivo. Copio de un mail de uno de los participantes, aunque con esto no pretenda adjudicar carácter conclusivo o determinante a este tipo de opiniones:
“Te cuento algo que me enorgulleció mucho y me puso muy contento —tal vez te provoque lo mismo a vos ya que en parte contribuiste—: el otro día mi jefa [en una empresa multinacional] me felicitó por mi redacción”.
Este tipo de repercusiones se ha reiterado, dentro de la escala limitada que todavía tiene el experimento. Como así también, dentro de esta misma escala, se ha dado varias veces el fenómeno de ex participantes del Taller que son corregidos por sus jefes, en materia de escritura, de una manera equivocada. Un ejemplo clásico de esto ocurre cuando un jefe cree conocer la regla que gobierna la acentuación de la palabra “solo” y corrige —equivocadamente— a un subordinado que sigue correctamente la regla, tal como la aprendió en el Taller de la mano de la Ortografía de la Lengua Española. En este tipo de situaciones paradójicas, saber más conlleva para los chicos un pequeño problema existencial: pueden quedar a veces como pedantes y a veces como ignorantes sin ser necesariamente ni lo uno ni lo otro.
Como conclusión, diré que para mí como profesor de Derecho, que no ha recibido una formación sistemática en materias lingüísticas (salvo en el Colegio) la experiencia del Taller de Escritura constituyó y constituye un gran desafío profesional y una causa permanente de satisfacción. La preparación de las clases es un aprendizaje constante y una fuente de herramientas que serán utilizadas en mis propios artículos académicos en materia jurídica (y en otras). Los propios artículos, ya terminados y, sobre todo, durante su elaboración, son a su vez un banco de prueba que muchas veces desfila por la pantalla ante los ojos de los participantes del Taller.
El trabajo con los ayudantes me ha enseñado a valorar el pro y el contra del trabajo en equipo y a entender que solo tiene sentido plantearse trabajar en equipo cuando la naturaleza de una disciplina torna conveniente o necesaria la existencia de equipos —algo que no siempre ocurre y que no hay que dar por supuesto, en estos tiempos en que el trabajo en equipo está tan de moda que llega a parecer incuestionable—. Además, el modo en que los ayudantes se insertan en el Taller, con responsabilidades propias y sin que sean constituidos en los depositarios de la delegación a piacere del profesor de competencias que le son propias, les permite comenzar a ejercitarse de verdad en la tarea docente.
En suma: los estudiantes que participan en el Taller están contentos; los ayudantes, contentos; el profesor; contento. Evidentemente el contento de unos y otros no alcanza por sí solo a probar nada. Pero con el correr del tiempo acaso lo podremos discernir como un indicio precoz de la bondad real de este experimento.